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EL CRÍTICO



CAPÍTULO 3:
SÚPERS Y HÉROES

Nachete sólo tiene cerveza en el frigorífico; no puede ofrecerme nada más. Dice que debería ir al súper. Que lo hará en cuanto quiten el Menú Ahorro del burger de la esquina. Que, mientras tanto, ni a él ni a sus camisetas extra-anchas les importa ese ritmo alimenticio. Y si os lo estáis imaginando con una frondosa y desigual barba oscura, con gafas de pasta y pelo greñoso, ahí lo tenéis. Ése es Nachete. Vamos… os lo he puesto fácil.

Si me coloco a su lado, Nachete y yo parecemos sacados de una burda tira cómica de periódico, o de algún boceto de Hannah Barbera. Él es el Gordo y yo el Flaco en una versión urbana del siglo XXI.

El salón de Nachete está tan desordenado como el resto del piso. Parece que aún gozara de vida universitaria. Sobre la mesa hay varios números de la revista para la que escribimos. Están abiertas por su sección, con algunos párrafos señalados y con anotaciones a los lados. Le gusta corregirse, mejorar. Para eso sí que es escrupuloso.

Entre el revoltijo de papeles y botellines vacíos, encuentro un pos-it pegado con una improvisada lista de la compra:

-azúcar
-patatas
-¿fruta?
-huevos
-

Se resiste a acabarla.

Hace cuatro años que Nachete entró en la redacción y lo pusieron a mi cargo. Sin embargo, tengo la sensación de haber crecido con él, de conocerle desde niño, a pesar de sacarle más de diez años. Cuando yo estaba haciendo mi Primera Comunión, él aún nadaba feliz en la bolsa escrotal de su padre. Qué asco.

El caso es que podría decirse que Nachete es mi mejor amigo. Mi único y verdadero amigo. Un amigo de los de toda la vida, pero sólo desde hace cuatro años. Cuando necesito evadirme de mi mundo, acudo a él para que me sumerja en el suyo de mayas ajustadas, capas y antifaces. No, no es un transformista a media jornada, sólo un amante de los superhéroes. Apuesto que ya lo habíais adivinado.

Pero hoy me cuesta más eso de evadirme. Estoy tocado por mi kryptonita.  

   —El capullo saltó por la ventana. —digo, regodeándome en el desdén.
   —¿Quién? Me he perdido.
   —El crío-violador ése. Álvaro, creo que se llama.
   —¿Crío-violador? ¿Dónde coño vives, en Sin City?
   —Estaba sujetando a mi hija por los hombros, y le gritaba. —Me detengo, evocando, con rabia, la imagen del chaval, sorprendido de verme, asustado, incluso. Antes de que me diera tiempo a reaccionar, había abierto la ventana y saltado a la calle—. Lara dice que es su novio. Bueno, que lo era. Lo estaba dejando y por eso se puso así.
   —Joder. Vaya mierda. —suelta, en un tono infantil tan propio de él.

¿Sabéis? A medida que crecemos, el pasado nos va pareciendo cada vez más un lujo insalvable. Cuando penséis en vuestra infancia, recordaréis la energía y la felicidad con la que solíais vivir bajo el Sol del verano. Yo apenas pude disfrutar de ello entre las diversas mudanzas, los catarros que me dejaban en cama, una pierna escayolada en el 84, y las escapadas esporádicas para ver a la familia en la ciudad en pleno Agosto.

Hace un par de años, Pau Freixas me abrió los ojos. En Héroes, el director catalán nos regalaba el retrato de un grupo de amigos, de esos de los de toda la vida, en su último verano antes de pasar a la adolescencia. El propio significado del título cobraba un sentido totalmente alejado de los cómics o las camisetas de Nachete, haciéndolo más tangible, más cercano: más nuestro. Una película con un marcado corte americano que, salvo algunos despuntes de ñoñería perdonable, nos reencontraba con nuestro niño interior. Los personajes adultos conformaban una plantilla de secundarios que, en ocasiones, se disfrazaban de antagonistas en forma de aviso para los espectadores más pequeños y de llamada de atención para los mayores. De hecho, en el comienzo de Héroes un adulto era linchado a huevazos por unos niños. Una declaración de guerra a la tediosa madurez.

Nachete nunca llegó a esa fase. Se quedó estancado en su felicidad más pueril, moviéndose por impulsos, haciendo lo que le gusta sin perder la ilusión, y comiendo comida basura sin preocuparse por su colesterol; los niños no tienen esa clase de problemas. Y yo le admiro por ello. A su lado, me siento rejuvenecido.

Recuerdo que al ver Héroes no pude evitar pensar que yo tuve muy poco de todo lo que aparecía. Pero cuando llegó Nachete y fue marginado socialmente por la Jet-Set de la revista (los críticos y redactores más engreídos que sólo saben hablar de la Nouvelle Vague en un pretencioso y pedante postureo), encontré a alguien que entendía el cine de manera muy similar a mí. Alguien que vivía la vida como yo. Como yo querría vivirla, quiero decir. Pero no; mi nevera está atestada de comida y huevos. Y eso que tengo el colesterol alto.

Con una fabulosa y ochentera banda sonora, el guión del propio Freixas y Albert Espinosa tomaba claras referencias de películas como Los Goonies para hacer retrospectiva de nuestro pasado y reconciliarnos con el niño interior que habíamos dejado de lado. Una película familiar que no dejaría indiferente a ningún adulto, y un final tan emotivo como inevitable. Alguna trastada, alguna aventura, el primer amor, el primer beso. Y la primera zambullida en el agua del último verano de la inocencia de “los Peques”.

   —Y, ¿qué vas a hacer con tu hija? —pregunta Nachete.

Ella también necesita una retrospectiva.
Me encojo de hombros y agacho el rostro. «No tengo ni idea». Se levanta a por los mandos de la consola y me ofrece uno mientras la enciende.

   —Relájate —dice—, no te preocupes ahora por eso. Vamos a matar a alguien y luego te invito al burger. Hoy también paso de ir al súper.

Él sí que es un héroe.

Con una buena ración de patatas y una doble chesse no sé qué aturullándome el estómago, conduzco de noche al ritmo de Forever Young a todo trapo. Y son expresiones como “a todo trapo” las que me vuelven un poco menos adulto (e indigno, lo sé). Estoy contagiado de la felicidad de Nachete.

 «Pero, ¿qué cojones…?».
Al llegar a casa, algo me corta el rollo (sí, el rollo. Se sigue diciendo, ¿no?).
La fachada, las ventanas, la puerta… todo está manchado, como por salpicaduras, de algo húmedo que brilla a la luz de las farolas. Aparco y me bajo del coche. Entonces, lo veo.

Álvaro, el crío-violador, está frente a la entrada. A sus pies hay un cubo, en el que parece mojar un cepillo, que luego frota sobre las manchas a las que alcanza. Me acerco cauteloso sin poder ocultar mi sorpresa en el rostro. Álvaro me descubre, suelta la bayeta en un respingo y retrocede temeroso. Vuelvo a echar un vistazo al aspecto de la fachada y descubro que las manchas son huevos estrellados.
Otra declaración de guerra. Pero, ¿contra quién?

Escrito por Fran Bailén.